• Miguel Albero

    Hay otras Américas, pero están en la Avenida Florida.

    Exposición Florida Ave.
    Washington DC, Diciembre, 2022

  • Alfredo Puente, Área Curatorial FCAYC

    Contra todo lo que reluce

    Catálogo y Exposición "Contra todo lo que reluce: Efectos del tiempo". Alfredo Puente, Área Curatorial FCAYC
    Madrid, Mayo, 2022

  • Santiago Rueda Fajardo

    Juan Baraja: Un fotógrafo inmóvil, hacia una oscuridad misteriosa

    Catálogo y exposición "El orden Justo"
    Bogotá, Abril 2022

  • Manuel Blanco

    La mirada del otro

    La mirada de Juan Baraja en la ETSAM
    Madrid, 2020

  • Alfredo Puente

    Olvidados del tiempo

    Área Curatorial FCAYC
    Cerezales del Condado, 2020

  • Marta Ragozzino

    Vita e morte delle grandi utopie abitative (cartoline da Roma, Napoli, Potenza).

    Matera, 2019

  • Antonio Muñoz Molina

    El fotógrafo del ángulo recto.

    Madrid, 2017

  • Alberto Ruiz de Samaniego

    El orden justo.

    Madrid, 2016

  • Fernando Castro Flórez

    Lo que (nos) toca.

    Madrid, 2016

  • Gonzalo Golpe

    Instrucciones para tomar una placa.

    Madrid, 2015

Hay otras Américas, pero están en la Avenida Florida.

Exposición Florida Ave.

La avenida Florida atraviesa el corazón de Washington DC, como si el Estado de Florida lanzara una flecha diagonal hasta Washington State, el otro Washington, y mudara de la playa y los cocodrilos al frío de Seattle, atravesando esta vez el corazón del país.  Pero al principio de los tiempos, de los tiempos de Washington (1791), esa calle gastaba otro nombre, distinto al del estado donde te jubilas para compartir aquagym con otros con tu misma dentadura postiza. Boundary Street era el nombre original, porque la calle marcaba el límite, el lugar donde la ciudad se acababa, la frontera. Y cuando la calle estaba a punto de poder llamarse centenaria, pobrecita, en 1890 decidieron rebautizarla, las lindes ya eran otras, la ciudad se había expandido, y los habitantes de esta calle protestaban molestos porque ese nombre, sinónimo de frontera, depreciaba el valor de sus propiedades. Y como si Ponce de León se hubiera dado un salto hacia el norte, Frontera pasó a ser Florida, aunque no por ello los propietarios de sus casas vieran cómo subía por arte de magia su precio, ni se poblara el barrio de pronto de palmeras o jubilados, ni nadie a Dios gracias acudiera allí en busca de parque temático alguno.

Hay otros mundos pero están en este, nos anunció solemne en su día Baudrillard, sin saber que su frase iba a servir para anunciar un perfume. Hay otras Américas, pero están en la calle Florida, viene a apuntar Juan Baraja con esta serie maravillosa, con este proyecto a la vez múltiple y unívoco, diverso y compacto. Porque su recorrido por la Avenida Florida pareciera un íter por todo el país, un clásico road trip, como si al igual que Whitman contenía multitudes, la avenida contuviera en sí misma los matices y las fronteras de este país que es en verdad un continente.  Un país que como vemos en algunas de las fotos está todavía por hacer, en construcción, y que abarca lo urbano y lo rural, lo elegante y lo tirado, lo comercial y lo residencial.

Del town house tradicional de los barrios elegantes de DC a la gasolinera que pareciera del medio oeste, de la zona industrial a la poblada de pequeño comercio, la avenida Florida es en efecto para Juan Baraja un país entero, y en él fija su mirada atenta y precisa en el detalle, en una esquina, en un rostro, en unos tomates, del retrato al bodegón, del paisaje a la arquitectura. Muñoz Molina lo llama el fotógrafo del ángulo recto, y al hablar de su fotografía recuerda una cita de Diane Arbus, hay cosas que si yo no las fotografiara nadie las vería. Ese ángulo recto lo aplica aquí a una calle que es diagonal y a la vez curva, que aparece y desaparece, con la que te topas al deambular por DC cuando menos te lo esperas. Y cuando se fija, cuando pone su mirada en algo, ese algo a la vez se detiene y se ennoblece, se paraliza y se eleva. Y por llevarle a Arbus la contraria, no es tanto que cuanto él fotografía tú no lo has visto, es más que cuanto él fotografía tú pasas a verlo de otro modo, no sólo te fijas en esa realidad, esa realidad toma de pronto otro vuelo. Todo encuadre es una elección moral, decía el maestro Truffaut, y eso lo sabe muy bien Baraja. Pero también es una elección moral la segunda parte de su apuesta, la primera es dónde pones el foco, la segunda es cómo lo reflejas. Y aquí entra la pericia, la impresionante capacidad del fotógrafo de detener el tiempo en unos tomates de un puesto callejero, en una piscina que mira al cielo y en él se refleja, en un paseante que es de pronto un retrato, con una luz que parece haber salido sólo de su objetivo. A lo largo de los años Baraja ha ido puliendo su voz, una voz que encuentra la belleza allá donde otros no la ven, que en esa aparente frialdad del ángulo recto vislumbra el espacio para enaltecer y exacerbar todo aquello que encuadra.

Cuando invitamos a Juan a venir a Washington e inaugurar el proyecto DC.es, A gaze of Washington DC by Spanish photographers, organizado por la Oficina Cultural, donde ex becarios de la Academia de Roma dan su visión de esta ciudad, sabíamos que fijaría su mirada en el detalle. Sabíamos también que iba a perderse en la ciudad, sabíamos que había leído a Benjamin cuando escribe que perderse en una ciudad, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje, sabíamos que él dispone de ese aprendizaje, que sabe perderse. Lo que no sabíamos, cuanto ignorábamos ingenuos, es que iba a regalarnos, a regalarle a la ciudad, una avenida Florida nueva, rebautizada ahora por él ciento treinta años más tarde.

Contra todo lo que reluce

Catálogo y Exposición "Contra todo lo que reluce: Efectos del tiempo". Alfredo Puente, Área Curatorial FCAYC

Una casa, madera.
Un edificio nunca concluido, uno casi desmantelado.
Utopías.
Una fábrica en los confines, trabajadores.
Un invernadero para cosechas que no sucederán.
La solidez de una época resquebrajada entre el polvo.
Carreteras sedentarias.
Una lista se escribe línea a línea.
Esta no ha concluido, abarca mucho más.

Residencias, encargos y proyectos propios estructuran la obra de Juan Baraja (Toledo, 1984) a base de momentos nómadas y numerosas geografías. El año 2014 puede precipitarse en 2010 o proyectarse a 2022. Islandia puede ser un lugar donde regresar, años después, a la tierra, al paisaje, a Galicia. Norlandia, Experimento Banana o A rapa (1), contienen ejes de su obra que apuntan en dirección al sector primario, a espacios, formas de vida y de trabajo que siguen una lógica propia —retratada con rostro humano u otras naturalezas—, quimérica incluso. Construyen series de imágenes iniciadas en un lugar, intercaladas por su trabajo en otros, retomadas años después y, algunas de ellas, nunca del todo concluidas. Pulsos a ras de la geografía, y que nunca se sabe en qué instante se irán. Las raíces de Juan Baraja en Noblejas no se encuentran lejos de estos ejes.

Entre la primera de las series que forman parte de este libro —Norlandia, 2014— y la última —Y vasca / Euskal Y, 2022, aún en proceso—, la selección de proyectos del autor más completa recogida hasta la fecha, ha transcurrido casi una década. Este periodo, una etapa temprana en su caso, fundamental en la evolución de todo artista, ha sido sacudido por diversos seísmos socioeconómicos y ecológicos en todo el planeta. Los que mayor impacto han dejado sobre la región occidental del hemisferio norte han sido la crisis sistémica, amplificada a partir de 2008 por el estallido de las hipotecas subprime en EE. UU., y la pandemia del COVID. La primera condujo a todo tipo de recortes en los servicios públicos, ajustes y repliegues sociales. Tuvo distintas traducciones a nivel local y amplió las brechas entre Sur y Norte, con matices específicos en cada país. La segunda ha derivado en una carencia global de abastecimientos, entre sus efectos encadenados. En ese contexto, la fotografía no ha abandonado su posición hegemónica para captar realidades, como ha escrito Thomas Ruff. Fotógrafos como Juan Baraja han concluido en este periodo su formación académica para seguir cuestionando qué premisas construyen o deconstruyen esa hegemonía: dónde caminar y dónde apartarse del camino. Con una perspectiva que le lleva a estudiar la fotografía alemana de los años setenta en adelante, en particular el trabajo de artistas formados en la Kunstakademie de Düsseldorf como Candida Höffer, Thomas Struth o el citado Thomas Ruff(2), Juan Baraja introduce en sus series arcos temporales amplios. Los ejemplos de ello son abundantes: Águas Livres / Parnaso es una serie que se materializa entre 2014 y 2022. Establece su punto de mira en 1919, en el giro de la arquitectura hacia el movimiento moderno. En ese momento, Le Corbusier intuye la máquina de habitar junto a Amédée Ozenfant en las páginas de L’Esprit Nouveau. La vida vecinal en Águas Livres y Parnaso, bloques edificados en los años cincuenta, se mantiene hoy en día. En Lisboa, y en Oporto años más tarde, el trabajo en esta serie ofrece al fotógrafo tiempo suficiente para hacer un estudio pormenorizado y subjetivo con la cámara de luz, composición y color, como sucede en otros de sus proyectos. En esta serie pulsa la manera de habitar estos espacios por sus actuales inquilinos. Silencio, lugares y materia. Fragmentos sutiles aquí que sugieren los rasgos esenciales de un modo de vida para rentas medias y altas, connotado por el lenguaje arquitectónico del movimiento moderno.

Juan Baraja es un recolector de arquitecturas menores. En sus series, materia y formas hacen despuntar amos y minorías. En ellas se enuncian todo tipo de fuerzas abstractas bajo el brillo de distintas épocas. Imagen a imagen la arquitectura se desmenuza. Cualquier preocupación por hacer de los edificios una disciplina mayor —la pretendida arquitectura con mayúsculas— se ve sobrepasada por sus detalles desgastados. De la necesidad de pensarnos y vivir cómplices de una arquitectura menor, de su capital simbólico y político, nos habla Jill Stoner (3) en un libro titulado así. En él, Stoner se pregunta hacia dónde se dirige la arquitectura, en qué se han transformado hoy esas fuerzas –amos y maestros– que la impulsan, qué nuevos códigos debemos insertar a través de esta disciplina en nuestras vidas. Stoner concreta que las arquitecturas menores son «capaces de desmontar estos edificios –objetos culturales cuidadosamente fabricados, recargados hasta el exceso y aparentemente repletos de significado–», mientras proliferan las redundancias «en forma de repeticiones (materiales) y vibraciones (visuales) que permiten recontextualizar una y otra vez el territorio conocido haciendo extraño lo familiar».(4)

La deriva prospectiva en sus trabajos se amplifica en series como Utopie Abitative, cuya producción se inicia en 2018 a partir de la investigación acerca de la vivienda social italiana, marcada por el movimiento moderno y construida entre los años sesenta y los ochenta. También en Y vasca / Euskal Y, una serie iniciada en 2021, cuya conclusión no está prevista antes de 2028. En ella se analiza la transformación radical del paisaje determinada por la construcción de una infraestructura de alta velocidad ferroviaria entre Bilbao, Vitoria y San Sebastián. Una obra de ambición planetaria y rechazada por numerosos sectores de la población debido a su impacto sobre los ecosistemas que atraviesa y sobre el cambio de modelo de vida que impulsa, desencadenada con el cambio de milenio.

No siempre se vence la tentación de recordar, parece decirnos Juan Baraja con su trabajo. En ocasiones, sus proyectos ofrecen protagonismo a rastros de aquello que pudo ser, a los restos de la utopía enlucidos por el tiempo. Transeúntes de nuestras propias rutinas, perseguimos todavía algún resplandor entre aquellos lugares que se filtran en nuestra experiencia sensible del mundo. Viviendas construidas a orillas del mar bajo las que descansa un anhelo de modernidad; mejoras sociales en Italia, desmembradas por el diente de sierra de la economía y reescritas; modos de vida propios del sector primario en vecindarios nórdicos, blanqueados sus páramos e industrias de silencio y nieve; viejas nuevas infraestructuras que dejan pespuntes en el territorio y costuras entre quienes lo habitan.

Detonar silencios, voces y coleccionar las imágenes que despiden, detallarlas, significa dejar de verlos de una manera y comenzar a hacerlo de muchas otras. Empuja a preguntarnos cómo regresar a ese silencio futuro con el que Nietzsche equipaba al filósofo (5) , en un sentido cíclico y quebradizo del pensar. Un silencio que se hace presente, como un protagonista más, en sus series. Aboca a buscar el reflejo que envuelve la materia cotidiana, profundo y oculto, opuesto a todo lo que reluce (6), antes que a deslumbrarse con cualquier brillo superficial. Paso del tiempo y desgaste de las manos. Antonio Muñoz Molina apunta (7) que es ahí donde imagina a Juan Baraja, en ese quiebro que conecta silencio e imagen: olvidado del tiempo, entre luz y sombra, lejos de lo que resplandece.

Silencio, espera, luz y no-luz, a cada fragmento, nos acercamos a un umbral compositivo en la obra de este fotógrafo. En ella, lo disperso encuentra correspondencias en líneas, simetrías y cromatismos de matizada sensualidad. Invita a prestar atención a la posibilidad de existir de espacios y lugares opacados, irreductibles pese al olvido. Es aquí donde todo tipo de imágenes, de encuentros tangibles que pasaban desapercibidos, insinúan relaciones en las que no tienen sitio los automatismos, donde surge espacio para buscar signos del tiempo, de sus capas, que para el resto han quedado camuflados.

En su estudio de Madrid, apilados, circulan fragmentos separados, colecciones de imágenes y temporalidades. Todo tipo de testigos materiales están presentes y reafirman las distintas escalas y mutaciones de la palabra lugar: hormigón, madera, heladas, cristal, personas, papel fotográfico, caballos, ficus, herrajes, cartón pluma, cajas, bananeros, cámara de placas… Restos desgajados de la historia de historias menores, reunidos, que se buscan entre sí. Entre las fisuras de algunos de esos fragmentos asoman otros: una maraña de túneles en el tiempo, entre distintos mundos, confundidos por geografías distantes y familiares a partes iguales.

En una serie de conversaciones con estudiantes, Rem Koolhaas reconoce que la arquitectura es una profesión peligrosa, mezcla de impotencia y omnipotencia (8). Este arquitecto de Róterdam ha observado los cambios de escala en las metrópolis contemporáneas como pocos lo han hecho y ha analizado los procesos que se producen «cuando un edificio, solo mediante su tamaño, entra en un campo de la arquitectura totalmente diferente». En una primera observación, Koolhaas aprecia que «en un edificio que excede de cierto tamaño la escala se hace tan enorme y la distancia entre el centro y el perímetro —o núcleo y piel— pasa a ser tan grande que el exterior ya no puede continuar revelando nada preciso del interior. En otras palabras, se ha roto la relación humanista entre interior y exterior basada en la esperanza de que el exterior pueda dar ciertas claves y revelaciones sobre el interior».(9) En ese terreno incierto coloca su cámara Juan Baraja, en el de las distancias por recomponer. De A rapa a Utopie Abitative se suceden escalas, economías, quimeras y arquitecturas S, M, L o XL. De la espectacularidad viscosa de edificios para miles de personas en Trieste o en Nápoles, provocativos por su carga política y por su materialidad; o de las interminables infraestructuras de resonancia planetaria, como la Y vasca, se acerca a series sobre los testigos mudos del derrumbado tejido industrial, como sucede en Experimento Banana. Realiza prolongados seguimientos de obras —Cerezales—, minuciosos y atentos a la materialidad que construye encuentros entre exterior e interior. Aborda, además, espacios domésticos, laborales y paisajes de los vecindarios nórdicos en Norlandia.

Pausadas por el obturador, el conjunto de temporalidades superpuestas amplía y da sentido a edificios, habitantes, mitos, utopías, materia y diseño. El orden queda suspendido por un instante ante el fotógrafo. Observador y lo observado se contaminan mutuamente. Cada sombra es ahora una marca nítida. Las líneas del paisaje buscan su centro de gravedad. Distintos retratos contienen la voz de un mundo conocido y reflejo de esos mismos paisajes, de su economía. Bodegones y naturalezas —peces, cultivos, bosques— se sedimentan. El silencio se personifica en lugares. Las vetas profundas de proyectos llamados en su día a cambiar la flecha del tiempo, a traer futuro y a definir nuevos paradigmas, quedan a la vista. La secuencia de imágenes que acompaña esos lugares abre un camino evolutivo, en ningún caso lineal. Un modo de estar asimétrico, donde no hay una constante de progreso sistematizada y productivista, sino un proceso natural y discontinuo de aprendizajes solapados y relación con lo observado. Ida y vuelta. Ese modo de situarse ante cada proyecto, de regresar a él o dejarlo reposar, deja percibir los distintos niveles de maduración en cada serie. Su complejidad varía a medida que la inmersión ha sido más intensa durante el periodo de investigación. Al reunir flujos materiales dispersos y asomarse a ese caleidoscopio, la relación con sus imágenes se transforma, fruto de ensamblajes cada vez más sólidos. Claude Lévi-Strauss analiza la figura del bricoleur(10) como parte activa de una genealogía de lo fragmentario. En ella se articulan de una manera nueva los materiales, las imágenes y las figuras que le ofrecen los signos que ha recogido aquí y allá. Esa acción permite crear «nuevo con lo viejo». Para el filósofo francés, el bricoleur «se dirige a una colección de residuos de obras humanas, es decir, a un subconjunto de la cultura». Como sucede en el caleidoscopio, los fragmentos manejados en este proceso provienen de un proceso de «rompimiento y destrucción». El bricolaje constituye, por tanto, una forma de pensamiento no «primitiva» sino «primera», que interpela ciertas formas ya constituidas o incluso fijas. El bricoleur no moviliza materias primas sino obras terminadas, productos de la historia —el movimiento moderno, el racionalismo o la mitología lo son—, que se desvían de sus fines iniciales y muchas veces se desmontan para reutilizar sus diferentes piezas con vistas a la producción de un nuevo objeto de sentido. Jean-Marie Floch señala que el bricolaje supone una atención al mundo sensible, pero a un mundo sensible ya modelado por la cultura y la historia(11).

Una pequeña historia de la fotografía(12) actualizada debería considerar la posibilidad de acoger aquellas imágenes que, fruto de la paciencia, se empeñan en desenterrar de la oscuridad fragmentos a la deriva, partes en apariencia intrascendentes de un todo. Lo más importante para la fotografía —señala Henri Van Lier(13)— es la oscuridad. En los rollos de película y en el papel virgen, en la cámara, en las salas de revelado y en los laboratorios de impresión, lo fundamental tiene que ver con la noche, con la granularidad oscura y con la no-luz. Esa noche tiene que ver con la propia mirada también. La lucidez, donde la imagen se revela, emerge puntualmente desde las sombras antes de regresar a ellas. Para Van Lier, la historia es oscura, mientras que la memoria es su luz.

Apurar tanto la mirada supone acercarse a terreno movedizo. Se asume el riesgo de convocar espectros del olvido como la nostalgia, volver a esconder tras un velo aquello a lo que tanto nos cuesta mirar de frente. En esa deriva visual para captar un orden justo —Alberto Ruiz de Samaniego habló de ella(14)—, entre la claridad y la oscuridad máxima de las imágenes, va a tener lugar el juicio del observador. Casi a oscuras. Desiertas las escaleras, desiertas las pérgolas de acero, desierto el andamiaje y los distintos pasajes: lugares desiertos y polvorientos cubiertos de luz y sombra. El polvo depositado sobre toda superficie, sobre la propia luz, lo unifica todo. Se convierte en otra sustancia, en un raccord. «I will show you fear in a handful of dust», evoca T. S. Eliot en The Waste Land(15). A cada paso encontramos innumerables pruebas —viviendas, cementeras, solares, tantas otras— de aquellas industrias que hemos conocido y son ahora arruinadas catedrales del presente(16), empolvadas por el olvido. Enemigo de las actualizaciones y los reinicios aleatorios, el polvo tiene una historia que contarnos desde el otro lado.

Aunque encuadrar lo olvidado sea quizá un contrasentido, puede que el esfuerzo merezca la pena. Al fin y al cabo los campos del pensamiento se encuentran agujereados por todo tipo de efectos del tiempo, por lo que en apariencia son contrasentidos, y, casi siempre, signos de desgaste. Recorrer un mundo menor equipado con una cámara de gran formato conduce a abordar sus recodos con otro prisma, a desplegar una sensibilidad particular por aquello que se fuga hacia la oscuridad.

Al margen de nuestra tendencia a una mórbida obesidad retiniana, entre los raíles de la fotografía aún es posible encontrar series de imágenes de metabolismo reposado, apartadas del consumo sistemático. Juan Baraja bebe de esa metodología: aferrado a un ritmo propio, lugar tras lugar y penumbra tras penumbra. El cuadro estático que una vez formaron fotógrafo, cámara de placas y trípode es hoy la imagen fragmentada de otro tiempo. Una forma de conocer que requiere incluso una determinada presencia física en el espacio: una coreografía inmóvil.

El magnetismo que reposa en imágenes así remarca la ausencia de un todo al que aferrarse. Descubre encuadres que nos sitúan frente a algo para esbozarlo con otra composición: tomas calculadas que movilizan arquitecturas más profundas, latentes e imperfectas, lejos de la certeza que hace de lo material, de lo completo, algo indudable y concluido.

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(1) A rapa es una serie fotográfica realizada por Juan Baraja en 2008 cuyo eje temático es el ritual de «a rapa das bestas». Tiene lugar en Galicia, y más concretamente en San Lorenzo de Sabucedo, una parroquia al sur del concejo de La Estrada, en Pontevedra. En dicha población, dos petroglifos fechados en el s. viii a. C. muestran a varios caballos —las bestas, en gallego— en estado salvaje y otros intentando ser dominados por jinetes.

El origen de la fiesta de A rapa en esta región gallega, más tardío, parece ligado, según la tradición oral, a una ofrenda por parte de algunos de los vecinos del pueblo a San Lorenzo, a fin de mitigar los efectos de la peste bubónica. Hay constancia de varios episodios de esta enfermedad en la zona desde mediados del siglo XVI y están recogidos en el Tumbo E de la Catedral de Santiago.

La fiesta se inicia con una petición de protección a San Lorenzo para animales y personas. A continuación, grupos de vecinos y visitantes reunidos en tríos suben al monte y reúnen a los caballos salvajes —las greas— para conducirlos, al día siguiente, hasta el curro. Es en ese lugar, un corral circular con suelo de tierra y revestido de piedra en el pueblo, donde luchadores —aloitadores— y caballos, cuerpo a cuerpo, opondrán sus respectivas fuerzas. El objetivo de los luchadores es cortar las crines de los animales —la rapa— para desparasitarlos y curarlos de las heridas que hayan podido producirse. Tras la rapa los caballos son devueltos al monte.

En la actualidad la fiesta de A rapa das bestas se celebra durante el verano en diversas poblaciones de las provincias de La Coruña, Orense y Pontevedra. En 2010, Juan Baraja decide abordar con su cámara los preámbulos de esta fiesta-ritual —otros fotógrafoscomo Rafael Sanz Lobato, en 1967, o Cristina García Rodero, en 1981, le han precedido—, eligiendo como protagonista a la niebla que envuelve físicamente los montes de Sabucedo al amanecer. Una luz difusa acompaña el encuentro del fotógrafo con los implicados en A rapa, y remite al pasado brumoso de esta lucha entre humanos y no humanos. Esa luz se filtra entre las páginas y los materiales formales y conceptuales del fotolibro resultado del proyecto.

Algunas de las imágenes de la serie, no incluida en la publicaciónde este libro, se encuentran disponibles en https://juanbaraja.com/proyecto/a-rapa [Consultado el 20 de febrero de 2022].

(2) «I think photography is still the most influential medium in theworld, and I have to deconstruct these conventions».Entrevista con Thomas Ruff realizada por Michael Famighetti e incluida en el número de verano de 2013 de Aperture. Publicada en la versión digital Aperture Magazine. Disponible en línea: https://aperture.org/editorial/thomas-ruff-photograms-for-the-new-age[Consultado el 1 de febrero de 2022].

(3) STONER, Jill. Toward a minor architecture. Cambridge: MIT Press, 2012. Existe versión traducida al español: STONER, Jill. Hacia una arquitectura menor. Lugo: Bartlebooth, 2018.

(4) Íbidem. pág. 24.
(5) Anteriormente el requisito para filosofar era ponerse cera en los oídos; un verdadero filósofo no tenía entonces oídos para la vida; como la vida es música, negaba la música de la vida —considerar que toda música es música de sirenas constituye una superstición muy antigua del filósofo. Véase NIETZSCHE, Friedrich. La gaya ciencia. Madrid: Akal, 2011.

(6) TANIZAKI, Junichiro. El elogio de la sombra. Madrid: Siruela, 2014, págs. 30-31.

(7) Véase MUÑOZ MOLINA, Antonio. «El fotógrafo del ángulo recto». Disponible en línea: https://juanbaraja.com/textos/ [Consultado el 2 de febrero de 2022].

(8) KOOLHAAS, Rem. Conversaciones con estudiantes. Barcelona: Gustavo Gili, 2002, pág. 10.

(9) Íbidem, págs. 13-14.

(10) LÉVI-STRAUSS, Claude. El pensamiento salvaje. México: Fondo de Cultura Económica de España, 1964.

(11) ZUNZUNEGUI, Santos. «Al acecho del mensaje. El pensamiento estético de Claude Lévi-Strauss». En Trama & Fondo, n.º 26. Revista de cultura. Segovia: Ed. Asociación Cultural Trama & Fondo, 2009, pág. 31. Disponible en línea:http://www.tramayfondo.com/revista/libros/109/Trama_y_Fondo_26.pdf [Consultado el 1 de febrero de 2022].

(12) BENJAMIN, Walter. Sobre la fotografía. Madrid: Pre-Textos, 2013.

(13) VAN LIER, Henri. Phylosophy of photography. Disponible en línea: http://www.anthropogenie.com/anthropogeny_semiotics/philo_photography_ch6.pdf [Consultado el 1 de febrero de 2022].

(14) Véase: RUIZ DE SAMANIEGO, Alberto. El orden justo. Disponible en línea https://juanbaraja.com/textos [Consultado el 2 de febrero de 2022].

(15) «Te mostraré el miedo en un puñado de polvo», trad. del autor. Véase ELIOT, T. S. The Waste Land. A facsimile & transcript. Londres: Faber and Faber Limited, 1971, pág. 7.

(16) Entre 2009 y 2012, en pleno vértice de la crisis económica que asoló gran parte de Europa, con especial intensidad entre los países del sur, Juan Baraja aborda con su cámara el silencioso vacío de algunos de los grandes centros de producción industrial relacionados con el sector de la construcción. Fruto de ello es la serie Catedrales, en la cual cobran protagonismo cementeras de La Robla, Morata de Tajuña, Noblejas, Toral de los Vados o Murcia. El interés del fotógrafo, en esta ocasión, se sitúa en la búsqueda de la personalidad de estos espacios industriales a partir de sus propios condicionantes constructivos. El carácter catedralicio que retrata el título de la serie oscila entre la hipérbole, alusiva a la desmedida importancia que alcanzó la economía del ladrillo con sus promesas de inagotable abundancia económica, y la forma en la que la luz y el polvo se adueñan de esos mismos espacios no tanto tiempo después. Las soluciones edificatorias de espacios industriales así, caracterizadas por espacios diáfanos y esbeltos para poder realizar tareas de producción a gran escala con maquinaria pesada, se asemejan a algunas de las soluciones características de los templos góticos. Pasarelas elevadas con funciones de mantenimiento de la infraestructura podrían estar formalmente cercanas a los triforios habituales en las catedrales del siglo XII. Sin embargo, es de nuevo el uso de la luz como material constructivo el verdadero aglutinante de la relación entre unas y otras, más allá de cualquier idea de estilo histórico. Una selección de imágenes de la serie se encuentra disponible en https://juanbaraja.com/proyecto/catedrales/ [Consultado el 20 de febrero de 2022].

Juan Baraja: Un fotógrafo inmóvil, hacia una oscuridad misteriosa

Catálogo y exposición "El orden Justo"

La fotografía de Juan Baraja es, en esencia, un documento subjetivo que se interesa en la naturaleza intervenida por los seres humanos, en los espacios de habitación, tránsito, ocio y trabajo. A la vez es una fotografía situada en la periferia de la atención, sin asuntos que sean necesariamente bellos o espectaculares, pues es una fotografía intimista, que registra principalmente estados anímicos, interesándose en la luz como problema estético, atestiguando sus ligeras modificaciones y transformaciones cotidianas, las que articula mediante la claridad y la calma, en el tema y la toma, en suma, en el deseo de comprender, que es inherente al hecho de ver. El sosiego y la seducción del paisaje exterior, de los umbrales y espacios de transición y tránsito registrados con su cámara, la ya mencionada importancia de la luz y las cosas, y de la luz sobre las cosas, construye  una experiencia meditativa, producto de la sublimación de lo cotidiano.

No siendo una fotografía historicista, sus resultados podrían verse como un homenaje a la arquitectura moderna, y a la fotografía de arquitectura, en tanto son esos – la modernidad y la arquitectura- sus referentes históricos y metodológicos.  En sus fotografías los edificios han sido escogidos porque de alguna u otra manera representan la utopía moderna arquitectónica, dónde prima el diseño racional y el orden, las líneas rectas, pensamientos claros, actos de fe austeros y absolutos en palabras de Robert Hughes, representada por el llamado estilo internacional que se propagó en el mundo entero en el Siglo XX.

Así, en estas fotografías aparecen el hipódromo de la Zarzuela en Madrid, inaugurado en 1941, el Bloco das Águas Livres en Lisboa de 1953, el edificio Parnaso en Oporto de la misma década, los invernaderos islandeses donde se produjeron bananos a mediados del siglo XX, las fábricas de Toledo renombradas como catedrales, e incluso la mas reciente fundación Cerezales en León, todos ellos retratados con sobriedad, con claridad y calma.

Esta serie de homenajes no explícitos a la arquitectura moderna nos lleva necesariamente a indagar sobre la relación qué está sostuvo con la fotografía; y como el uso de esta última resultó crucial -si no definitivo-, para el triunfo internacional de la primera.  Es conocida, por ejemplo, la relación que Le Corbusier sostuvo con el fotógrafo Lucién Hervé, quien supo interpretar y magnificar el interés en el espacio, la luz y el orden del arquitecto suizo, haciendo cási inseparable la obra del uno y la del otro, al menos para quienes no conocian de primera mano las construcciones del arquitecto. No podriamos pasar por alto, obviamente a Julius Shulman, y el efecto perdurable de imágenes suyas como la fotografía nocturna de la casa Stahl.   En Colombia, vale la pena mencionar, se dio el caso excepcional de Germán Téllez, quién acompañó sus ensayos históricos sobre la arquitectura local con sus elegantes fotografías en blanco y negro, contenidas en su libro Crítica e imagen. Para unos y otros, la fotografía sirvió como una manera de hacer contundente y en ocasiones rotunda, la belleza geométrica y racional del estilo internacional, y de la arquitectura en general, y permitió, en el mundo de la cultura impresa, difundir masivamente su actualidad, pertinencia y legado -aunque hoy dudemos seriamente de los beneficios del tipo de ciudad que quería imponer alguien como Le Corbusier-.

Es interesante, al menos en este caso, que al comparar el objeto y su representación llegamos a cuestionarnos si es más bella e imperecedera la representación que su motivo original, y nos haga preguntarnos: Es más hermosa la fotografía qué el edificio?

En otro plano de interpretación, no ajeno al anterior, podemos deducir que al fotógrafo le interesa dar cuenta de la hechura manual, de los rasgos humanos que preceden, contaminan, controvierten y últimamente, permiten la utopía: El pescado secándose sobre unas estibas al aire libre, la elegante barandilla de madera de las escaleras del complejo Águas Livres, el retrato meditativo del arquitecto Bartolomeu Costa Cabral, ya  octogenario,  en el interior del mismo edificio, diseñado por él mismo en su juventud (junto con Nuno Teotonio Pereira), los bananos que casi inexplicablemente se producen en un viejo invernadero en Islandia, las plantas ornamentales en el patio del edificio Parnaso, son en conjunto el constante homenaje a lo manual, a lo natural, a lo humano, que sobrevive en este universo dedicado al culto a la racionalidad.

Por ello Baraja se presenta, sin hacerlo evidente, como un artesano de la fotografía, volviendo a cámaras analógicas de diferentes formatos, con todos los beneficios y complicaciones que ello implica.  En algunas de éstas fotografías, principalmente en la serie de Águas Livres,  ha escogido un tipo de cámara difícil de manejar,  la cámara de formato 4×5”, qué demanda todo una performatividad para realizar la toma, aparte de la auto impuesta superación de una serie de dificultades en torno al proceso. En sus propias palabras:

Había encontrado el formato perfecto, ni demasiado alargado ni demasiado estático, y una herramienta que imponía en su metodología de trabajo un ritmo lento y preciso. El necesario para dedicarle a cada toma el tiempo suficiente, para ordenar y fijar el pensamiento dentro del cuadro sin reparar aun en la imagen, permitiéndome contemplar la escena con detenimiento (…) El paso a la cámara de placas, liberada de cualquier reflejo, me llevó hacia una oscuridad misteriosa, necesaria para contemplar la proyección directa de la escena sobre el cristal esmerilado, esta vez invertida lateralmente y de arriba abajo, lo que hacía más complicada la comprensión de la imagen.  Esa oscuridad me aisló de cualquier estímulo a mi alrededor que no fuera la propia escena, e hizo que todos los sentidos se concentraran en uno solo. Me convertí, de pronto, en un fotógrafo inmóvil, poco azaroso (nunca lo fui).

Argumenté inicialmente que a Juan Baraja no le interesa lo bello, debo aclarar, lo bello entendido como lo inmediatamente gratificante, asociado a lo espectacular, a lo convencional. Pero la belleza es mucho más que eso, y la que expresan sus fotografías parece ajustarse al tipo de belleza que reconoció -en oposición al canon dominante de su época-, Edmund Burke en su Investigación filosófica sobre el origen de las ideas de lo sublime y lo bello donde reconoció, el valor de algunos rasgos estéticos, que personalmente encuentro presentes en las fotografías de Baraja: la variedad, la pequeñez, la lisura, la variación gradual, la delicadeza, la pureza, y la claridad del color.  Cuándo Baraja registra la esquina ignorada de un edificio, un mosaico de baldosines, nos recuerda el valor de la pequeñez, que Burke, con sencillez, explica: Casi nunca se utiliza la expresión una gran cosa hermosa, en cambio, es muy corriente una gran cosa fea. Cedemos frente a lo que admiramos, pero amamos aquello que cede ante nosotros: en un caso sufrimos una violencia, en el otro nos sentimos impulsados a complacer.

Otro tanto podríamos decir de la lisura, presente en varias de estas fotografías -sino en la mayoría-, la que siguiendo al filósofo es tan esencial a la belleza que no recuerdo ninguna cosa bella que no sea lisa.  En los árboles y en las flores son bellas las hojas lisas: lisos parterres en los jardines, lisas corrientes en los pueblecitos, pelaje liso en la belleza de los animales voladores y terrestres, y esa piel en las atractivas mujeres y en toda clase de adorno superficie brillante y lisa.

Por último, si revisamos cuidadosamente las fotografías contenidas en esta publicación -y propongo este ejercicio casi como un juego – y nos valemos de la paleta de colores que para Burke representa la belleza, con asombrosa exactitud encontraremos su mutua correspondencia, ya que para el filósofo

En primer lugar, los colores de los cuerpos bellos no han de ser ni sombríos ni oscuros, si no luminosos y claros; en segundo lugar, no han de ser muy fuertes, ya que a la belleza le van mejor los más moderados de todo tipo, como verde claro, azul suave, blanco apagado, rojo lánguido y violeta; en tercer lugar si son fuertes y vivos, los colores han de estar siempre diversificados; ni un objeto ha de ser nunca de un solo color fuerte, sino que los colores son siempre tantos que, como en las flores jaspeadas, se reducen recíprocamente la fuerza, y el brillo excesivo.

Con respecto a sus retratos, especialmente los hechos en Norlandia, en palabras de Baraja una región muy concreta, al borde de un fiordo, unido a unas condiciones climatológicas extremas, están realizados con una carga emocional definida y lírica. Son en conjunto, respetuosos estudios del carácter de los habitantes de una región tan singular, a los que llega, parcialmente, por una preparación de la toma lograda un poco sin quererlo, por el dispendioso método de trabajo con la cámara de placa:

El retratado miraba atento todos mis movimientos, esperando quizás que, de aquel extraño aparato de dimensiones considerables, yo sacara un conejo como si fuera un mago. El gesto del o la modelo cambiaba. Desaparecía ese cuerpo construido para la foto, dejaba de ser imagen, y el retrato se convertía en algo sincero, desnudo y rotundo, como la arquitectura fotografiada y como las formas geométricas.

Así, en sus retratos como en sus paisajes y (foto) ensayos sobre arquitectura, Baraja sigue intentando cumplir la misma aspiración utópica de iluminar, de dar algo de verdad y conocimiento a través de la imagen, de compartir algo, en sus propias palabras, sincero, desnudo y rotundo. Y lo hace para concluir, con teatralidad, en la composición de la toma, en la búsqueda de la soledad del motivo, en el silencio de sus personajes, lo que en conjunto hace que, los lugares y los espacios vitales se conviertan en espacios metafísicos, expectantes, calmados y misteriosos, evidenciándose a si mismos como parte de una puesta en escena, representación, teatralización, pues, así como el teatro reemplaza la vida, en estas fotografías, la nostalgia reemplaza la historia.

 

La mirada del otro

La mirada de Juan Baraja en la ETSAM

La mirada del otro, del artista, del usuario, del que se apropia de la Arquitectura que producimos, que hemos producido, que compone nuestro imaginario, esa imagen, en este caso del moderno que transformó en el siglo XX nuestra sociedad, es imprescindible que la introduzcamos en una escuela de Arquitectura.

Ese ver la Arquitectura, desde otra perspectiva, más fragmentaria, con momentos específicos, no sólo como una narración continua, sino como una sucesión de los momentos que marcan y definen un edificio. No sólo los momentos estelares sino, también, aquellos restos de su uso, y mal uso, que dejan un rastro de tiempo en el espacio a través de las huellas reflejadas en sus muros, de las texturas y de la pátina que ha impreso la vida.

Los grandes conjuntos de vivienda del Moderno italiano se transmutan en una abstracción de planos y colores en la obra de Baraja. No es el uso lo que prevalece, ni tampoco la visión de su inserción urbana, sino el valor compositivo de sus formas que se transforman, con la mirada del artista, en una nueva composición plástica. Una reducción de dimensiones, de la Arquitectura a la fotografía, del espacio arquitectónico a su representación en un plano, que reconstruimos nuevamente en nuestra cabeza entrenada. Y que coge un nuevo sentido al observarlos como un conjunto, no como un solo elemento, no una fotografía colgada en nuestro muro, sino como una sucesión de impactos en el espacio de los corredores de la ETSAM que nos reconstruye su particular lectura de la Arquitectura.

El trabajo de Juan Baraja, su mirada y enfoque preciso y penetrante transforman la Arquitectura del Corviale en un sujeto de interpretación usando un filtro distinto del que estamos acostumbrados. Su instalación en nuestros recorridos cotidianos los transforman y nos sirven para asomarnos a la realidad de otro modo, para entender en esta semana de ARCO cómo la Arquitectura no es sólo el texto que nosotros estudiamos, producimos o creamos, sino también el subtexto de toda actividad humana que puede convertirse en una obra de arte a través de esa otra mirada que aquí observamos.

Olvidados del tiempo

Área Curatorial FCAYC

Para poder escuchar la afonía del recuerdo, siempre mutilado como señaló Sigmund Freud, cabe buscar un refugio entre las aristas calladas del olvido. Apunta Antonio Muñoz Molina (1) que es ahí  donde imagina a Juan Baraja, en esa fisura entre lo uno y lo otro: olvidado del tiempo entre luces y sombras, junto a una cámara, en penumbra, apostado a la espera. Es un contrasentido esforzarse por delimitar lo olvidado, intentar iluminar a sus protagonistas, perseguirlo con una lente o incluso erigirse en relator de sus posibles imaginarios. Sin embargo, puede que el esfuerzo merezca la pena. Al fin y al cabo los campos del ojo, del pensamiento y del arte se encuentran agujereados por lo que en apariencia son contrasentidos y, casi siempre, desvelos. Tiempo, espera, disparo, luz y no-luz, paso a paso nos acercamos a un umbral de vocabulario compositivo mediante el que crear correspondencias y encontrar refugio para intentar alumbrar lo innombrable, lo que se agita en la oscuridad –evitar el “siempre igual” se ha dicho–.

Prestar, así, atención a la posibilidad de existir de otros espacios y de otros lugares también acallados, irreductibles pese al olvido, como los que ordenan los ejes de trabajo de Juan Baraja. Es aquí donde todo tipo de imágenes y encuentros entre luces que pasaban desapercibidos insinúan una manera de trabajar en la que no tienen sitio los automatismos y queda espacio para el intenso ejercicio de contemplar lo que para el resto ha dejado de existir. Al margen de nuestra tendencia a una mórbida obesidad retiniana, entre los raíles de la fotografía, es posible encontrar flores suicidas aún, otras categorías de la imagen de metabolismo reposado, apartadas de la producción y el consumo sistemático de cualquier tipo de imagen. Proyecto a proyecto, serie a serie, el trabajo de Juan Baraja para esta exposición bebe de esa metodología suicida: aferrado a un ritmo propio, estación tras estación del año, país tras país y penumbra tras penumbra. Con idas, paradas y regresos. En esa sucesión se produce su encuentro con FCAYC y tiene lugar la conversación.

Si convives en un lugar en el reverso del tiempo y mantienes la atención puesta en el medio rural, no es difícil encontrar un vocabulario compartido con quien persigue lo que parece no contar. Apurar tanto la mirada supone acercarse a terreno movedizo y se asume el riesgo de convocar espectros del olvido como la nostalgia, volver a esconder tras un velo aquello a lo que tanto nos cuesta mirar de frente. En esa deriva visual –Alberto Ruíz de Samaniego habló de ella–, entre la claridad y la oscuridad de las imágenes, va a tener lugar el juicio del observador. Una Pequeña Historia de la Fotografía (2) actualizada debería considerar la posibilidad de acoger entre sus líneas aquellas imágenes que, fruto de la paciencia, se empeñan en desenterrar de la oscuridad los fragmentos a la deriva, las partes en apariencia poco trascendentes de un todo.

En ese sentido, lo más importante para la fotografía –señala Henri Van Lier (3)– es la oscuridad. En los rollos de película y en el papel virgen, en la cámara, en las salas de revelado y en los laboratorios de impresión, lo fundamental tiene que ver con la noche, con la granularidad oscura y con la no luz. Podríamos añadir sin duda que esa noche tiene que ver con la propia mirada también. Es ahí donde la lucidez emerge puntualmente desde las sombras antes de regresar a ellas, donde la imagen se revela. Para Van Lier: la historia es oscura, mientras que la/s memoria/s es/son su luz. Contemplar un conjunto de series fotográficas de Juan Baraja entraña, además, reunir una colección de momentos inquietantes. Poco importa que ante nosotros se insinúe la arquitectura, nos sorprendan rostros anónimos o cabalgue el propio paisaje, aquello que nos inquieta implica abandonar un estado de ánimo y asomarnos a otro, supone desencadenar un tiempo de reacción entre fotógrafo, modelo y espectador. Sucede así, como en el origen de la fotografía, que el propio procedimiento que guía el trabajo de este fotógrafo: cámara inmóvil, pausa y recogimiento, induce a que aquello que es fotografiado viva, no fuera, sino dentro del instante, al contrario de lo que sucede en la inmediatez de consumo que caracteriza casi cualquier toma en la actualidad selfie.

En el caso de Juan Baraja es ese tiempo de reacción el que deja a la vista el gatillo para acabar con esa suspensión que envuelve su búsqueda y disparar la imagen, un perturbador antídoto mediante el que detener la espera y resistirse a quedar silenciados, postergados. Salen despedidos en ese momento los fragmentos de una realidad nueva, partes de un todo previo que sacuden a quien las contempla. Catedrales, Águas Livres, Sert-Miró, Cerezales, Experimento Banana, Norlandia, Utopie Abitative, Alzado de escalera, Hipódromo o A rapa constituyen el nombre de los distintos proyectos de Juan Baraja seleccionados para esta exposición. La sonoridad de los títulos da cuenta de la variedad de puntos de atención de este fotógrafo, de la diversidad de geografías en los que estos se sitúan y del pulso constante en su trabajo que supone el modo de ocupar distintos espacios y arquitecturas. Como en tantas otras series –Águas Livres, Sert-Miró, Cerezales, Experimento Banana–, Juan Baraja reúne en Catedrales imágenes de espacios vacíos de seres humanos.

Desiertas las escaleras, desiertas las pérgolas de acero, desierto el andamiaje y los distintos pasajes: lugares desiertos y polvorientos cubiertos de luz y sombra. En Catedrales, el polvo depositado sobre toda superficie, sobre la propia luz, lo unifica todo, se convierte en otra sustancia, en un raccord cinematográfico. “I will show you fear in a handful of dust” clama T. S. Elliot en The Waste Land (4), como si no fuese suficiente con encontrar innumerables pruebas a cada paso –minas, cementeras, centrales térmicas también, tantas otras– de aquellas industrias que hemos conocido y son ahora arruinadas catedrales del presente, empolvadas por el olvido. Enemigo de las actualizaciones y los reinicios aleatorios, el polvo tiene una historia que contarnos desde el otro lado. A la búsqueda de anclajes donde fijar esa luz con memoria, Juan Baraja investiga en arcos temporales amplios para sus series. Cuando en 1919 Le Corbusier empezó a pensar en la Máquina de Habitar junto a Amadee Ozenfant en las páginas de L´Esprit Nouveau, Nuno Teotònio Pereira y Bartolomeu Costa Cabral no habían nacido. Los pilotis, la planta libre, el diseño libre de la fachada, la ventana horizontal y los techos ajardinados, llegarían más tarde y con ellos la Villa Le Lac, la Villa Saboye y la Unité d’Habitation, una tipología residencial del movimiento moderno desarrollado por Le Corbusier, con la colaboración del pintor-arquitecto portugués Nadir Afonso, para señalar la pujanza del cemento, el hormigón y el cristal hacia una arquitectura. Llegó también el Bloque Àguas Livres en los años 50, acostado por Nuno Teotònio Pereira y Bartolomeu Costa Cabral a orilla del Atlántico portugués.

La vida en Àguas Livres se mantiene hoy en día. En origen contaba con ocho plantas y siete unidades residenciales por planta; una planta baja donde están las dos entradas, la lavandería y un conjunto de tiendas orientadas hacia la calle; y una terraza que alberga estudios y una “sala de convivio”, con magníficas vistas, sol y tranquilidad. Es ahí, de nuevo, en Lisboa, donde este fotógrafo encuentra una vez más el tiempo suficiente para hacer un estudio pormenorizado y subjetivo con la cámara de luz, línea y color, como sucede en otros de sus proyectos –Hipódromo, Sert-Miró o Cerezales–, pero también de la manera de habitar estos espacios por sus actuales inquilinos. Fragmentos aquí que muestran los rasgos esenciales de un modo de vida connotado por lo arquitectónico, que nos hablan también de lo que se esconde. Los procesos de investigación y producción de Juan Baraja sugieren menos ángulos rectos y líneas inamovibles de los que se aprecian a priori en sus imágenes. Encargos, residencias y proyectos propios saltean su obra de giros, momentos nómadas y geografías diversas. 2014 puede ser un súbito 2010 e Islandia un lugar donde regresar, años después, a la tierra, al paisaje, a Galicia. Norlandia, Experimento Banana o A Rapa, son ejes de su obra que apuntan en dirección al sector primario, a formas de vida y de trabajo que siguen una lógica propia –retratada con rostro humano u otras naturalezas–, quimérica incluso.

Pulsos a ras de la geografía, y que nunca se sabe en qué instante se irán. Las raíces de Juan Baraja en Noblejas (Toledo) no se encuentran lejos de estos ejes. De quien recorre el mundo equipado con una cámara de gran formato no debe extrañar ni el intento por abordar sus recodos invisibles con otros prismas ni una sensibilidad particular hacia lo que se fuga. El absurdo, tan incómodo desde el punto de vista del espectador como tentador y difícil de invocar para un artista, nos rondará en Olvidados del Tiempo. El cuadro estático que una vez formaron fotógrafo, cámara de placas y trípode es en sí misma, hoy, la imagen fragmentada de otro tiempo. Es posible que una dosis del magnetismo hipnótico que hallamos en las imágenes de Juan Baraja derive de ello, de la continua extrañeza por la ausencia nostálgica de un todo –el absurdo se vislumbra ahí–, y de la recuperación de un modo de situarse frente a algo para imaginarlo a través de fragmentos, con otra composición, lejos de los parámetros que hacen de lo completo algo racional y aprehensible. Una forma de conocer que requiere incluso una determinada presencia física en el espacio: una coreografía inmóvil.

1 Véase MUÑOZ MOLINA, A.; El fotógrafo del ángulo recto. Disponible en línea: https://juanbaraja.com/textos/

2 BENJAMIN, W.; Sobre la fotografía. Ed. Pre-Textos. Valencia, 2008. Pags. 21-54

3 VAN LIER, H.; Phylosophy of photography. Disponible en línea: http://www.anthropogenie.com/anthropogeny_semiotics/ 3 philo_photography_ch6.pdf

4“Te mostraré el miedo en un puñado de polvo” Trad. del autor. Véase ELLIOT, T. S.; The Waste Land. A facsimile & transcript. Ed. 4 Faber and Faber Limited. Londres, 1971. Pag 7

 

Vita e morte delle grandi utopie abitative (cartoline da Roma, Napoli, Potenza).

Il progetto del fotografo spagnolo Juan Baraja muove da Corviale, o meglio dal “Nuovo Corviale”, un lunghissimo complesso residenziale concepito, come esempio di edilizia popolare, all’inizio degli anni Settanta nell’estrema periferia ovest di Roma da un team guidato dall’architetto Mario Fiorentino. Ingegnere di riferimento per questa costruzione simbolo di una stagione fu il grande esperto di cemento armato Riccardo Morandi, purtroppo noto per il ponte crollato a Genova, che contribuì alla realizzazione del prodigioso monstrum lungo più di 900 metri, che doveva essere il modello per uno sviluppo abitativo diverso, che si opponeva alla speculazione dei quartieri dormitorio, spuntati, anche a Roma come nelle altre grandi metropoli occidentali, con il boom economico degli anni Sessanta.

In verità, il gigantesco “serpentone” di cemento, contenente più di mille appartamenti, che doveva avere al suo interno tutti i servizi e tutti i luoghi della socialità, invero abbastanza coatta, divenne immediatamente il contrario del suo progetto. Occupato già nei primi anni Ottanta da centinaia di famiglie bisognose, si trasformò, con repentina pervicacia, in un pericoloso “non luogo” concentrazionario di immediato degrado e emarginazione sociale, abitato da migliaia di persone spesso ai margini, nessuna delle quali compare nelle fotografie in mostra, che sono infatti deserte, completamente disanimate. E per questo intensissime.

Juan Baraja, fotografo esperto che sa leggere l’architettura sussumendone gli elementi universali, ha attraversato questo grande edificio-città di cemento, con occhio vigile e attento ma al tempo stesso delicato, e ne ha fermato proprio i tratti più intimi, ma non le persone.
Tratti segreti messi in relazione, durante una successiva campagna fotografica, realizzata ad hoc per questo progetto in collaborazione con Matera-Basilicata2019 e l’Accademia di Spagna, con quelli di altri due complessi residenziali popolari cresciuti negli stessi anni Settanta a sud di Roma, le Vele di Scampia a Napoli e il Serpentone di Potenza, che condividono con Corviale un analogo orizzonte architettonico, un progetto sociale apparentemente ispirato ai modelli francesi e giapponesi (Le Courbusier e Kenzo Tange tra gli altri), anch’essi trasformati troppo rapidamente in “ghetti” urbani.

Parafrasando Jane Jacobs, la mostra racconta il fallimento di quel progetto sociale, la vita e la morte delle grandi utopie abitative attraverso la ricognizione degli universali di quelle architetture concentrazionarie, che forse di per loro già negavano la vita condensandola (e chiudendola) in eccezionali strutture: elementi semplici, linee, volumi, tracce, segni, che potrebbero appartenere a ciascuno dei tre giganteschi edifici.
Questa è la rivelazione della mostra, il senso del progetto di Baraja.
Finestre sul vuoto, stipiti corrosi, cemento sbrecciato, mattonelle dissetate, ruggine, umidità che potrebbero essere in ciascuno dei tre posti, in ciascuna delle tre periferie, luoghi che non ci seducono più ma sarà nostro dovere far rinascere, con progetti di nuova inclusione sociale, come stava avvenendo a Potenza.
Da Roma alla città delle cento scale (e poi a Matera), confondendo le carte, sovrapponendo le luci e le ombre, fondendo e mischiando i respiri dei grandi pachidermi di cemento con i quali dobbiamo, inevitabilmente, fare i conti.
Per distillarne gocce di bellezza, senza vita però, e questo è il punto, perché l’intento dell’artista non è sociologico ma estetico, non è di denuncia ma di osservazione.
Ma quanta obsistenza in quello sguardo, che accarezza, con attenzione, anche l’ultimo brano di cemento brutalista.

El fotógrafo del ángulo recto.

Juan Baraja es un fotógrafo meticuloso y sedentario que viaja sin prisa a lugares del mundo en los que descubre espacios y edificios que parecen llevar mucho tiempo esperando a que él los retrate, esperando con la paciencia de las cosas inmóviles.

Otros fotógrafos trabajan con lo inmediato, lo repentino, lo fugitivo. Nos parece que eso es un rasgo necesario de la fotografía hasta que caemos en la cuenta de que durante toda la primera mitad de su historia fue un arte obligatoriamente estático. Nuestra idea del fotógrafo llega a su extremo en la audacia del reportero de guerra o en ese ballet como de carterista con el que se mueve Cartier-Bresson con su Leica por Nueva York, igual de invisible que los manipuladores japoneses de marionetas que sin embargo están a la vista de todo el mundo, vestidos de negro. Pero una cámara tan ligera como para llevarse en la mano o esconderse en un bolsillo y una película tan sensible como para permitir una exposición instantánea fueron adelantos técnicos que llegaron muy tarde, cuando la fotografía ya era parte indisoluble de la vida cotidiana y hasta de los repertorios del arte. Uno de sus mayores profetas, el inmenso Nadar, fue un hombre tan inquieto que se hizo aeronauta e inventó la fotografía aérea. Pero sus grandes retratos, definidores para siempre del género, convierten en virtud el estatismo obligatorio de la cámara aparatosa y los largos tiempos de exposición. En el París de las fotos de Atget no suele haber nadie, en parte porque prefería tomarlas a las horas más tempranas y despobladas del día, en parte porque su cámara no captaba el movimiento: se ven a veces ráfagas como de presencias fantasmas, que son coches de caballos o transeúntes incorpóreos. La fotografía tiene entonces un conato imposible de retratar la ausencia.

“Hay cosas que si yo no las fotografiara nadie las vería”, dice Diane Arbus.

Muchos fotógrafos buscan las cosas que nadie podrá ver si ellos no las retratan porque suceden tan rápidamente que no dejan huella alguna. Fotografían lo que se vuelve invisible por su velocidad. Juan Baraja quiere fotografiar aquello que se vuelve invisible por su perduración: lo que no se mueve, lo que parece que ha estado siempre ahí y seguirá estándolo, lo que los ojos dejan de lado y el cerebro ya casi no registra. Cada artista ha de encontrar a solas una faceta del mundo que es únicamente suya y los medios adecuados y exclusivos de representarla. El mundo exterior se ofrece por igual a los ojos de cualquiera, y el aparato cognitivo de todos los seres humanos es más o menos el mismo. Gracias a eso la mirada y la emoción del arte pueden ser compartidas: pero en esa identidad básica caben infinitos matices, tantos como las variaciones en el equipaje genético común. Todos los seres humanos son iguales y todos son distintos. Por eso el arte grande es universal y al mismo tiempo muestra siempre la originalidad de cada uno de los que se entregan a él con la necesaria convicción, disciplina y paciencia.

Juan Baraja ha encontrado su cámara, su lentitud, lo laborioso y manual de sus preparativos, la faceta particular del mundo visual que se corresponde con sus capacidades y sus inclinaciones más profundas. En eso es afortunado. No corre el menor peligro de hacer el juego a los aspavientos forzados de la originalidad porque es original sin proponérselo, que es, por cierto, la única manera de ser original. El cazador que tiene éxito es el que se mimetiza con su presa, el que mira y actúa como si estuviera en el interior de ella. Juan Baraja planta su trípode y su gran cámara delante de un edificio o de un pormenor decorativo o estructural que le interesa y parece que lo hace suyo mimetizando su inmovilidad. En esa quietud suya hay una persistencia alerta como de meditación budista, un asentarse estable y vertical, sobre la base firme de las piernas cruzadas en la postura del loto, del culo bien aposentado en el cojín de meditar o en el suelo, la espalda erguida sin rigidez. En la inmovilidad alerta se descubre cuántas cosas pasan de manera incesante en lo que parece no cambiar. A cada segundo, en la cueva misteriosa bajo la cortinilla con la que el fotógrafo se cubre la cabeza, la imagen rectangular e invertida sufre todo tipo de ajustes y modificaciones. El artista se enfrenta entonces a toda la secuencia de imposibilidades que contiene su oficio: ha de mostrar el tránsito en la fijeza de una sola imagen, la realidad objetiva en lo que llega filtrado por la percepción inividual, el sello de su mirada y de su estilo en lo que es una superficie inanimada.

Este hombre de aire tan sedentario, que está tan unido a la envergadura y al peso y la complicación de su cámara tan fatalmente como un contrabajista de jazz a su instrumento, que vive y trabaja en un primer piso de una calle popular de Madrid, rodeado de plantas, cajas y archivadores de cartón, libros de fotografía, ha de volverse nómada para viajar a esos sitios en los que los espacios y las formas de sus fotos parece que llevan décadas o siglos esperándolo. Ha viajado a Islandia para fotografiar invernaderos de feracidad y temperatura tropical que brillan de noche como fanales enmedio de paisajes de lava petrificada y de tundra. Ha encontrado en una llanura de desolación castellana las instalaciones de una cementera que parece una nave interestelar abandonada y un castillo de película expresionista alemana. Ha sido capaz de abarcar en el tamaño limitado de una fotografía toda la amplitud de uno de esos hangares en el aeropuerto de Barajas que son los talleres en los que se montan y desmontan los aviones gigantes de los vuelos transcontinentales.

Viaja con regularidad a Lisboa, pero en una ciudad tan llena de tentaciones visuales y de edificios históricos ha elegido para fotografiar el edificio más austero, el menos local en apariencia, el que probablemente no hará que ningún turista, ni siquiera los más solventes, se aparte de su camino predecible para descubrirlo, Aguas Livres.

De no haber sido por Juan Baraja yo tampoco lo habría descubierto. Águas Livres tiene mucho de la modernidad canónica de los años cincuenta y los primeros sesenta. Hemos visto edificios de apartamentos así en muchas ciudades de Europa y América. Pero al fijarse con algo más de cuidado se advierten ciertas singularidades que explican sin duda la atracción de Juan Barajas hacia un lugar así. Águas Livres tiene una modernidad a la vez rigurosa y templada que es muy portuguesa, una afirmación de presencia que es rotunda pero no arrogante, una liviandad casi de velero en la firmeza de su arraigo, una cualidad artesanal en los materiales y en los acabados, una disposición muy de Lisboa para perseverar, al mismo tiempo resistiendo y accediendo al desgaste y al paso del tiempo. La severidad matemática de las formas puras y los ángulos rectos tiene el contrapeso de lo humano de las proporciones y la honestidad de los materiales usados. Los colores pastel son los de la época y los del movimiento moderno, pero son también los colores atenuados de Lisboa, acentuados por esa luz que revela y envuelve y que nunca hiere, el oro suave del sol, los azules celestes y marítimos de las lejanías a las que se asoman balcones y ventanas, en las que se perfila la forma del edificio, singular y muy integrado en la ciudad, en su sistema de colinas y de alturas diversas.

Yo imagino a Juan Baraja olvidado del tiempo, espiando desde primera hora de la mañana los cambios y los quiebros de la luz, apostándose, apostando su cámara, en ciertos ángulos que le parecen favorables, quedándose extasiado delante de la curva de un pasamanos, de un panel de buzones de correos, de una ventana por la que entra una claridad que no llega a disolver la penumbra y moldea con delicadeza las formas de las cosas. Sus fotos dan cuenta de la belleza inmóvil que descubren mediante el recurso más bien hipnótico de duplicarla ellas mismas en la sutileza de una composición. Hay una atención exigente, un amor como de manos que esculpen, en la manera de captar un cierto ángulo, un pormenor que se vuelve táctil de tan cercano. El edificio resplandece en su belleza de arquitectura utópica y en su solidez de obra material, en su forma pura y en su condición terrenal de lugar habitable y ya muy habitado y muy vivido.

Durante no sé cuánto tiempo Juan Baraja fue uno de sus habitantes, un transeúnte por escaleras y corredores, cazador furtivo, huésped cauteloso y cortés de intimidades ajenas detrás de las puertas. Un artista puede atravesar muchos mundos, sufrir inesperadas metamorfosis, incluso perder o sentir que ha perdido el norte. También, de vez en cuando, algo le dice que se encuentra en su centro, que tiene delante de sí lo que mejor se corresponde con lo que está más dentro de sí mismo, lo que parece que lo expresa íntegramente a él tan solo existiendo: Cézanne delante del monte Saint-Victoire, Morandi delante de unas botellas y unos tarros dispuestos de una cierta manera, Joyce imaginando a Leopold Bloom en una calle y una esquina concreta de Dublín. Nunca se lo he preguntado, pero yo creo que Juan Baraja sintió algo así cuando se encontró en Lisboa con el edificio Águas Livres.

El orden justo.

En la obra de Juan Baraja se combinan dos impulsos en apariencia contradictorios: la claridad máxima, por un lado, y la oscuridad máxima también. He ahí su radical ambigüedad, y la presencia recurrente en sus imágenes de una tensión emblemática que delimita una fractura y, a la vez, una unidad. A esa articulación tensa y enigmática alude por ejemplo a menudo Heráclito, situando en ella el fundamento de lo que existe. De hecho, para los griegos tomaba el nombre de armonía.

Aquí aparece un sentido esencial: el del orden justo que regula el ritmo del universo, desde el movimiento de los astros hasta el sucederse de las estaciones y las relaciones entre los hombres y los dioses. Esta idea de orden justo se entiende, pues, ya desde el principio de la especulación griega, como un articular, un acordar, un componer o conectar lo que en su origen mismo se hallaba separado, oculto o disperso. En el caso de este fotógrafo, tal idea de orden se despliega – y éste es sin duda el verbo más acertado para el caso- siempre entre las líneas de fuerza o de presión que un espacio contiene y resiste y que, en definitiva, lo construyen y alzan en esa armonía de máxima justeza y tensión. Las oposiciones, las simetrías, las repeticiones y rimas visuales serenan, junto con los cromatismos calculados y sensuales, un principio de dislocación o de inestabilidad innegable que parece estar de siempre en el universo, pero que, de esta manera, se vuelve extrañamente afirmativo, propicia como un crecimiento de la sensación misma del lugar.

Articulación sería también un buen término para entender la visualidad de Juan Baraja: hay como una deriva – o más bien una serie de derivas, un cúmulo de fuerzas – a través de las cuales el mundo se dispersa, amenaza irse o desorganizarse y, finalmente, se ordena: armoniza, concuerda. El ojo preciso del fotógrafo está ahí para seleccionar unos concretos puntos sensibles de esos flujos donde, por decir así, las cosas o la materia, por un momento, se anudan, sobre su inestabilidad. Desde ella misma. Donde reposan en una esforzada armonía, tan duramente lograda. Son como instantes de permanencia – promesas de serenidad en medio del dinamismo y la dislocación imparable de la existencia-. Por eso, tantas veces, el uso de las luces, y la propia selección y disposición de los espacios y los lugares de la foto, propiciando la gestación del vacío, de los vacíos, nos hacen pensar en una suerte de iluminación búdica del mundo. La acción fotográfica, efectivamente, propicia como un satori donde las cosas o los sitios, al fin, han alcanzado su estar en la nitidez de un puro presente, desligado ya de toda distracción y finalidad. Un tiempo – y un lugar- absuelto, intacto, liberado. Las imágenes de Juan Baraja surgen, sin duda, de esa rara y difícil voluntad de atención suprema, desnuda, exigente: pura.

Lo que (nos) toca.

Una nota sobre el imaginario (extraordinario) de Juan Baraja.

No hay, sin duda, imagen que no implique a un tiempo miradas, gestos y pensamientos. Las miradas pueden ser ciegas o penetrantes, los gestos brutales o delicados, los pensamientos ineptos o sublimes, todo depende. Pero una imagen que fuera ojo en estado puro, pensamiento absoluto o simple manipulación, no existe. Es particularmente absurdo querer descalificar ciertas imágenes con el pretexto de que habrían sido “manipuladas”. Todas las imágenes del mundo son el resultado de un trabajo compuesto en el que interviene la mano del hombre, aun cuando es medida por un aparato. Sólo los teólogos sueñan con imágenes que no estarían hechas por la mano del hombre (las imágenes acheiropoietas de la tradición bizantina, la ymagine denudari de Meister Eckhart, entre otros). La verdadera cuestión sería determinar cada vez –en cada imagen- lo que la mano hizo exactamente, en qué sentido y con qué fines operó la manipulación. Con las manos se hace lo peor y lo mejor, se puede golpear y acariciar, romper o construir, robar o dar. Sería necesario, frente a cada imagen preguntarse cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca al mismo tiempo”[1]. Es preciso, por tanto, situar(se) en el instante que, literalmente, (nos) toca. Aceptamos, desde aquella hermosa mirada melancólica que Barthes “tejiera” en el trabajo del duelo, que la fotografía (nos) punza reclamando el aire y no solamente el aura de algo que no retornará sino a la manera de lo espectral. Cuando el tiempo está desquiciado necesitamos convertir la imaginación en una cámara de ecos y “correspondencias” poéticas, evitando aquello que no contribuye sino a mantener en marcha la tediosa maquinaria de “los siempre igual”. Bastante inercialidad producen los medios de comunicación y, sobre todo, estamos atrapados en la tela de araña del “narcisismo (debilitado)” de los muros (presuntamente) sociales, como para perder el tiempo o buscar una ganancia cínica en todo aquello que no (nos) corresponde. Las fotografías de Juan Baraja llegan hasta mí con la cordial intermediación de lo que denominaré “correspondencia” amistosa, en una llamada que solicita, cordialmente, que preste atención en eso. Sin duda, este artista sabe componer y construir a partir del mundo que contempla un espacio propio, esto es, tiene una extraordinaria para poetizar un territorio y elevarlo a la categoría de un lugar en el que sentimos la tensión de lo simbólico e incluso una suerte de condensación metafórica que es lo propio de lo enigmático. Baraja, en todos los sentidos,da a ver allí donde la mirada podría pasar por alto todo; su “trabajo de composición” es, en verdad, un prodigio de precisión (sin caer en la frialdad de la estética de la fachadas que se ha convertido en comportamiento manierista en la estela de la llamada “escuela de Dusseldorf”) y de sutileza (lejos, por cierto, de una presunta levedad que no sería otra cosa que la manifestación de una falta de ambición creativa que genera, como reacción, el astuto o patético camuflaje de la impotencia) en la que materializa a la perfección aquel antiguo precepto miesiano del less is more. Con todo, Juan Baraja no es meramente un “minimalizador” ni su imaginario está atravesado por un nihilismo (fácilmente experimentado como déjà vu), al contrario sus imágenes transmiten un impulso vital.

Juan Baraja “opera su manipulación” en el terreno de la arquitectura, aunque también ha sabido contemplar la naturaleza con una mirada apasionadamente post-romántica, con una singular combinación de entusiasmo y quietud. Entre las excelentes series que ha realizado la que me “toca” más directamente es la que titula Hipódromo porque, en buena medida, (nos) sitúa en un espacio descarnado en el que lo que tendría “protagonismo” ha sido propiamente invisibilizado; no tenemos ninguna imagen de caballos ni de espectadores, las apuestas y los esfuerzos quedan fuera de campo, todos los sonidos han sido “acallados” para que (nos) confrontemos con el espacio arquitectónico desnudo. Estamos invitados a realizar un recorrido visual, desde la fotografía de los pasillos arqueados con las dos escaleras al fondo a través de las que entra una luz purísima hasta el detalle del pasamanos que nos lleva precisamente hasta ese lugar que nos permitiría la “visión” de la pista del hipódromo. Juan Baraja no (nos) llevará hacia esa exterioridad sino que (nos) colocará frente a texturas de las paredes, sombras que geometrizan el lugar, juegos sutiles en los que el reduccionismo cromático establece, valga la paradoja, el mayor de los lujos plásticos. Los elementos del edificio que este artista selecciona (nos) revelan una combinación de curvas y ángulos rectos, de cambios de tonalidades en esta “paleta” reducida, de luces matizadas y, especialmente, de un silencio condensado o tenso. La situación poética que sedimenta me hace pensar en una suerte de poética de espacio en la que un rincón puede convertirse en una “imagen del paraíso”, aunque éste solamente (nos) hable a través de la conciencia de la pérdida[2]. Lo que hace Juan Baraja es generar lugares en el borde de los no lugares, componer fotografías que nos invitan a sentir y habitar ahí, a comprender que lo que (nos) dona es un ámbito en el que podemos “poetizar nuestra existencia”.
El “desplazamiento” imaginario por el interior del Hipódromo es una invitación a adoptar una actitud meditativa pero también escucho una invocación antigua: “festina lente” (apresúrate despacio). Mientras en el “afuera” se apuesta por un caballo ganador, en el recinto que Juan Baraja convierte en “seductor” se instaura una estética de la lentitud y la sutileza. De nuevo nos asiste la mística porque aquí no cabe duda de que “el buen Dios está en los detalles”. Acaso todo creador tiene que ser un “detallista” (alguien que atrapa y genera lo singular pero al mismo tiempo dispuesto a regalar sin esperar ser correspondido), alguien capaz de trenzar “imágenes, gestos y pensamientos” para conseguir que seamos, en cierto sentido, videntes.
Los elementos arquitectónicos adquieren, a través de la punctualización fotográfica de Juan Baraja una condición “escultórica”, sea una viga que produce ángulos extraños (como si fuera una pieza del primer Robert Morris “encontrada” por una mirada altamente estética) o un “arco” cegado de la pared en el que la sombra introduce un tono de misterio. De pronto podemos contemplar un fragmento mínimo del cielo por el hueco que deja un muro y las estructuras “cupulares” del edificio en el pasillo, en una especial fusión del espacio excluido: el afuera pareciera aludir tanto a la esperanza cuando a aquello que no necesitamos ver para conseguir emocionarnos. El impulso o la sugerencia de lo “celeste” da paso a una barroquizante superposición de una columna, escaleras que descienden y otras que están marcadas por la luz, dejando en un lateral un hueco oscuro que establece un rítmico contrapunto con la sombra tenue del suelo.  La última imagen que contemplo (nos) muestra tres planos: la pared blanca con los restos del encofrado que podrían incluso ser “visualmente tocados”, una esquina gris que tiene algo de inquietante y el suelo con una leve inclinación. Una fotografía en la que el “pretexto” arquitectónico (nos) desplaza a través de lo “pictórico” incluso de lo cuasi-escultórico, pero, sobre todo, introduce una dimensión de intensidad que me obliga a emplear de nuevo la palabra poesía.

Juan Baraja “delimita”, paradójicamente, lo imaginariamente “ilimitado”, su découpe (nos) emplaza en una epifanía que podría ser entendida recurriendo a la noción de lo sublime que, como apuntó Philippe Lacoue-Labarthe, es el “oxímoron original” en un proceso de complejo (de)velamiento[3]. Aquí (en un lugar, en verdad, compuesto, gracias a la potencia del arte) se revela un proceso “imaginario” de estricta des-familiarización. El Hipódromo no es cualquier sitio pero tampoco es lo que se supone que tendría que ser. Este fotógrafo hace presente un juego de luces y sombras, elementos constructivo-arquitectónicos y colores elementales, para desencriptar emociones, acercando(nos) lo que estaba “velado”. En el tratado sobre lo sublime el (Pseudo)Longino concluía que “los hombres tienen al alcance de la mano lo que es útil y necesario, pero es lo extraordinario [to paradoxon] lo que siempre admiran”. Lo que (nos) toca, aquello que sale a la luz y también eso que está marcado por la sombra en el imaginario de Juan Baraja es, sin ningún género de dudas, lo ordinario mutado en algo diferente, recorriendo el espacio común de un Hipódromo en el que la única apuesta segura (si es que eso “beneficia” a nuestra curiosidad estrictamente metafísica) se encuentra en una revelación excepcional.

[1] Georges Didi-Huberman: “Abrir los tiempos, armar los ojos: montaje, historia, restitución” en Remontajes del tiempo padecido. El ojo de la historia, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2015, p. 71.
[2] “Hay que perder el paraíso terrenal para vivir verdaderamente en él, para vivirlo en la realidad de sus imágenes, en la sublimación absoluta que trasciende toda pasión” (Gaston Bacherlard: La poética del espacio, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1975, p. 64).
[3] “El decir-verdadero es el logos alethes. Pero lo que se produce aquí, con la sentencia de Isis

 

[“Yo soy todo lo que hay, lo que hubo y lo que habrá, y mi velo ningún mortal a solevado”] –y esta es la razón, probablemente, por la cual ha fascinado tanto- es que al decir la verdad de ella misma –al decir la verdad de la verdad y al develarse como la verdad-, la verdad (el develamiento) se devela como la imposibilidad del develamiento o como la necesidad para el ser finito (mortal) de su velamiento. Al hablar de ella misma, al develarse, la verdad dice que la esencia de la verdad es la no-verdad –o que la esencia del develamiento es el velamiento. La verdad (el develamiento) se devela como lo que se vela” (Philippe Lacoue-Labarthe: La verdad sublime, Ed. Metales Pesados, Santiago de Chile, 2015, p. 53).

Instrucciones para tomar una placa.

Se toma un hombre cualquiera, a ser posible de estatura media para que el eje de sus ojos ronde el metro sesenta de altura.

Deberá encontrarse en buen estado de forma y rondar los cuarenta años, edad ideal en la que aun se conserva un sentido dinámico del equilibrio y se goza ya de la gravedad que dan los años.

Son preferibles sujetos mansos, de los de nervio templado. Aquellos que son dados a la contemplación son siempre de garantía.

Se coge a este hombre tranquilo y se le transporta a la escena de la toma, pidiéndole que se yerga en toda su estatura, manteniendo el mentón paralelo a los pies, enérgico, desafiante.

Dado que la especie es bípeda se confiará en su sentido del equilibrio para nivelar el horizonte visual.

Si elegir al hombre es una cuestión de experiencia técnica, de oficio; para la escena se necesita una chispa, algo que encienda el ánimo y compense el esfuerzo. Son preferibles las escenas estáticas. Cualquier movimiento inesperado, como un cruzar de pájaro en vuelo, puede provocar que el frente ocular se desplace ya por instinto de cazador ya por inercia de poeta, desnivelando el encuadre y poniendo en compromiso el éxito de la toma.

Los interiores son siempre una buena elección, pues compensan la falta de luz con la sensación de control sobre el sujeto y su entorno. En estos casos, la medición de la luz ha de ser precisa, deberemos asegurarnos de que la velocidad del parpadeo se ajusta al grado de exposición deseada.

Resulta aconsejable el uso de capuchones con anteojos. Su uso permite una mejor coordinación entre los montantes. Además el aislamiento acentúa la capacidad de abstracción del sujeto, así como su sentido de la compensación, algo fundamental ya que la captura de la imagen en la retina debe ser invertida horizontal y verticalmente en la mente del sujeto antes de ser expuesta.

Una vez corregidas las fugas de perspectiva, alineando los montantes del frente ocular y del ojo de la nuca, se procederá a enfocar de cero a infinito, teniendo como cero la falta total de esperanza y como infinito la seguridad de perpetuarse en la toma.